Te escribo en caliente, Juan José, ahora que te llevan camino del hospital, dormido, y a mí se me abrocha el mundo en un nudo, como si lo tuviese comprimido en el estómago, como si dos manos invisibles apretasen mi garganta. Como si el aire fuese plomo y cada bocanada fuera un triunfo.
Te escribo en caliente. Caliente como la sangre, esa sangre tuya que hemos visto sin Verónica que te enjuagase el rostro, sin caricia, sin pañuelo. Esa sangre sin pudor que dibuja en sangre la verdad del toro, tan desgarradora, tan siempre al filo.
Te escribo en caliente, como las lágrimas que corren silentes por el rostro de Miguel Abellán; lágrimas de torero, que han empañado también mis ojos, que han lavado el albero de Zaragoza de todo pecado, blanco y plata, el dolor del héroe.
Te escribo en caliente. Caliente como la sangre, esa sangre tuya que hemos visto sin Verónica que te enjuagase el rostro, sin caricia, sin pañuelo. Esa sangre sin pudor que dibuja en sangre la verdad del toro, tan desgarradora, tan siempre al filo.
Te escribo en caliente, como las lágrimas que corren silentes por el rostro de Miguel Abellán; lágrimas de torero, que han empañado también mis ojos, que han lavado el albero de Zaragoza de todo pecado, blanco y plata, el dolor del héroe.
Te escribo en caliente. Porque tú eres así, de sangre caliente, un purasangre jerezano, un ciclón, un vendaval, viento de Levante, las puertas siempre abiertas, la brisa sanluqueña de par en par. Y ni siquiera hoy quiero que lleves aureola de tragedia, compás de petenera, si tú tienes bulerías escondidas en la seda, la sonrisa generosa en el rostro. La vida al violín. La alegría, como en esta foto que acabo de robar de internet, celebrando, sonriendo, viviendo.
Y aunque escribo en caliente, no sé si escribo o si estoy rezando, y te estoy abrazando desde tan lejos, con la ternura, con la veneración que me produce todo aquello que admiro profundamente, todo lo que me toca las tripas como si me pellizcase el viento, que a veces duele sin anunciarse.
Yo te admiro sin reservas, torero. Por aquel agosto con las carnes abiertas, tarde tras tarde, jugándotela sin trampa ni cartón, contra todo pronóstico, contra todo consejo, cuando te abrías paso a dentelladas. "Yo no puedo dejar de torear ahora", me decías. Y así quedó escrito, un día y otro día, mientras los aficionados aprendían tu nombre y tú te ganabas tu pan y el de tus hijos haciéndole los honores al oficio más bonito del mundo. Toreando. Poniendo los pares. Con dos pares.
Y ahora te escribo en caliente, mientras la anestesia te lleva lejos del dolor, de la tremenda herida, y este blog colorao se vuelve berrendo en esperanza, porque quiero pensar que sólo la esperanza cabe en ese quirófano donde ahora los médicos te recomponen y nos cosen a todos el alma. Y queremos ser los ojos que velen por tus ojos, los oídos que susurren en tus oídos.
Desde la emoción y el respeto más profundos, en caliente, guardaré esta entrada, berrenda en vida, para cuando puedas leerla.
Va por tí, Juan José Padilla. Va por tí, torero.
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